Desastres
naturales y jerarquías de dominación
Alejandro
Nadal
La
Jornada
27
septiembre 2017
En
el año 464 antes de la era presente, un terremoto arrasó la
ciudad-estado de Esparta y mató a 20 mil personas. Estudios modernos
estiman que el movimiento telúrico fue de 7.4 en la escala de
Richter. La catástrofe fue aprovechada por la población de ilotas,
los siervos de Esparta, para alzarse en rebelión. Los ilotas no eran
esclavos, pertenecían al Estado y debían trabajar la tierra a la
que estaban adscritos bajo la supervisión y a las órdenes de los
espartanos.
A
medida que había crecido la población de ilotas, el miedo de los
espartanos fue aumentando. El maltrato, la intimidación y los
rituales de masacres anuales se volvieron comunes para someterlos.
Así que cuando sobreviene el terremoto y los ilotas se rebelan, los
espartanos no titubearon en recurrir a sus archi-rivales en Atenas
para pedir ayuda en sus esfuerzos por sofocar la sublevación. Según
Tucídides, los malentendidos que siguieron entre Esparta y Atenas
fueron una de las causas más importantes de las guerras del
Peloponeso que habrían de durar más de 21 años.
La
lección de esta historia es muy importante. Lo que realmente
inquieta al poder cuando sobreviene un desastre natural es el
desorden social. A las rutinas de la dominación habitual se opone
ahora, de pronto, lo accidental y el mundo de lo contingente. Ahora
los dominados pueden erigirse en seres independientes y tomar
conciencia de que las estructuras de dominación/subordinación son
efímeras y frágiles. Los dominantes pierden su lugar en la cima de
la jerarquía que se ha colapsado. En el ámbito de lo imprevisto se
afirma la oportunidad de cambio para las clases oprimidas.
En
otras palabras, no son los peligros para la población lo que
preocupa al poder, aunque los vulnerables puedan morir o perder su
casa. Lo que realmente le inquieta del desastre natural es su
ingrediente subversivo. Los espartanos lo tenían claro: la
reconstrucción de la ciudad se llevará a cabo después y una vez
que se regrese al orden social que existía antes de la catástrofe.
Cuando
el desastre perturba la jerarquía social existente, se puede
utilizar la nomenclatura de la cultura de la protección civil. Con
la varita mágica del vocabulario, se puede convertir a los
abandonados de ayer en los damnificados de hoy. Se busca restablecer
el orden social asignando papeles a cada grupo: los pobres serán de
ahora en adelante, vulnerables y damnificados. Lo más apremiante no
son sus necesidades y heridas. Lo principal es regresarlos a la
rutina de la subordinación.
Así
se pierde la posibilidad de usar el mejor recurso disponible para
enfrentar los desastres naturales: la propia población afectada.
Esto es algo reconocido en los mejores análisis sobre los efectos y
prevención de desastres. Hay tres razones por las que la población
afectada por un desastre natural es el recurso más importante para
prevenir y reducir los daños de un desastre natural. Primero, ya
está en el lugar de los acontecimientos: puede vigilar, prevenir y,
sobre todo, no necesita esperar a que llegue la ayuda. Segundo, esa
población conoce mejor que nadie el terreno sobre el cual ocurrieron
los hechos, llámese sismo o huracán. Sabe de primera mano cuáles
son los caminos alternativos para llevar ayuda y está al tanto de
los lugares en los que puede refugiarse la población para mitigar
los daños. Tercero, después del trauma inmediato del desastre, la
población dañada y sus amigos y familias van a permanecer en el
lugar afectado. A pesar de lo largo y penoso de la reconstrucción,
no se va a cansar, no presentará el síndrome de la fatiga y no se
va a retirar.
En
síntesis, la población afectada tiene un grado de compromiso con la
recuperación superior al de cualquier autoridad que aparece en la
estela de un desastre natural. Eso explica por qué surgen tensiones
entre los equipos de rescatistas locales y voluntarios, por una
parte, y las autoridades que llegan desde el exterior a la comunidad.
Pero
para que la población pueda efectivamente convertirse en ese recurso
y tenga la capacidad de enfrentar el desastre, se necesita que esté
permanentemente movilizada y que disponga de instrumentos y
herramientas adecuadas, equipos de comunicación y generación de
energía, entrenamiento, simulacros, sus propias rutinas de
inspecciones y protocolos para enfrentar la emergencia. Todo esto,
por cierto, requiere un presupuesto adecuado a nivel federal y
estatal.
La
población, organizada a nivel de manzana o barrios, debería también
poder participar y supervisar el proceso de toma de decisiones sobre
uso de suelo y reglamentos de construcción. ¿Estarán las
autoridades federales y las de la Ciudad de México dispuestas a
aceptar este tipo de movilización y participación de la población?
No lo creo. Entonces la siguiente pregunta es si la sociedad tiene
hoy la capacidad de organizarse para recuperar su derecho a decidir
sobre su propio destino. ¿Tendrá la lucidez de rechazar el regreso
a esa normalidad de los 43 estudiantes desparecidos de Ayotzinapa y
la del homicidio industrial de las obreras de la calle de
Chimalpopoca?
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